Llegas tarde a casa sin ser muy consciente de que hora es, abres la nevera y comes lo primero que pillas, ni si quiera te molestas en meterlo en el microondas. Coges la botella de agua y bebes de morro dejándole las babas al próximo que se sirva un vaso. Por el pasillo hacia tu habitación te vas quitando la ropa; pañuelo, camiseta, leguins y sujetador, y por fin liberas tus tetas. Te miras en el espejo preguntándote que mira esa pringada de ahí en frente. Te observas y te entra la risa. Te prometes a ti misma que empezarás a hacer ejercicio la próxima semana, pero en la cama ya sabe perfectamente que no lo vas a hacer.
Meditas sobe esta ciudad; sobre su gente, sobre las ganas que tienes de marcharte y sobre lo mucho que aun te queda por vivir en ella. Y de pronto empieza a darte todo vueltas y recuerdas la jodida última cerveza que no te tendrías que haber tomado, lo rápido que ha pasado la noche y lo mucho que le echas de menos. Y es que el amor sin dolor no sería lo mismo. Miras a tu izquierda y detrás de esa pared está tu hermana que sabe algo más que tú de esto, aunque los que de verdad saben de esto son esos dos que duermen en la habitación de frente. Y a tu derecha tan solo hay otra fría pared. Pero sabes que detrás de ella está durmiendo tu vecino de 14 años que no sabe nada del tema y es mucho más feliz.
Y llegas a la conclusión de que son las 5 de la mañana y que en vez de dormir te has puesto a escribir una parrafada que nadie va a leer. Al fin y al cabo, sigues siendo la misma pringada que hace un rato te miraba en el espejo.
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